He venido a Paris a participar en una reunión de expertos convocada por UNESCO, para tratar de definir una currícula para el entrenamiento en medios y habilidades informativas para profesores de secundaria. En el encuentro participaron principalmente colegas de medios masivos, unos 20, y tres del área de formación de usuarios de la información. La representación geográfica fue de los cinco continentes; de México estuvo el Director General del Instituto Latinoamericano de la Comunicación Educativa, más conocido como ILCE. Las sesiones fueron muy ricas en argumentos a favor de lo que deben dominar los profesores de educación básica, y como resultado de la reunión, fueron definidas las competencias que idealmente deben desarrollar, así como las estrategias para implementarlas y llevar a cabo un programa piloto en algunos de los países miembros de UNESCO.
Las sesiones fueron en el piso 13 del edificio ubicado en la Calle de Miollis, una sede alterna distante unas tres cuadras de la oficina matriz. La sala de juntas, ubicada en una esquina del edificio, permitía una vista de 180 grados del majestuoso centro de la Ciudad Luz; al frente tuve todos los días a la Torre Eiffel, que se levantaba más allá de los edificios, casi todos de seis pisos, los cuales lucen bajos porque todo se ve plano desde las alturas, sin grandes rascacielos, al menos en esa zona. Al lado se miraba la dorada cúpula del Hotel des Invalides. Todos los días tomé el metro a las nueve de la mañana, ya que la reunión comenzaba a las 10, y compartí los vagones del metro con parisinos que iban a su trabajo, generalmente a prisa, mientras los turistas iban revisando sus mapas o mirando con paciencia los andenes, a veces interponiéndose a los ciudadanos regulares en su paso. El metro de Paris es muy similar al de la Ciudad de México, ya que originalmente este último fue hecho con tecnología francesa. Las estaciones son de cielos bajos en la parte central, y generalmente están recubiertas de azulejo blanco, como de mediados del siglo veinte. Los andenes están cubiertos en buena medida por carteles de grandes dimensiones que anuncian todo tipo de productos, así como espectáculos, entre ellos los de los grandes museos.
Después de la reunión, me tomé el fin de semana para deambular por las calles de Paris, bajo un cielo a veces encapotado, aunque con buena mezcla de horizontes sin nubes, con un clima agradable, alrededor de los 18 grados. Visité una de las galerías del otrora ultramoderno Centro George Pompidou, construido en 1977, el cual es visitado por unas 20,000 personas por día, más que las del Louvre. Ahí pude ver las piezas del escultor rumano Constantin Brancusi (1876-1957), montadas en una galería especial al frente de la mole de acero y vidrio del Pompidou. A un costado del mencionado centro está la fuente de Igor Stravinsky, con unas coquetas esculturas modernas en el agua de la fuente haciendo gran contraste con una iglesia, la de St. Merri, de añeja arquitectura. Luego recorrí algunas galerías por el bullicioso barrio de Marais, especialmente las de la calle Vieille-du-Temple, donde pasé a ver dos exposiciones en el regio y elegante edificio de los Archivos Nacionales, ubicado en el Hotel de Soubise. También me di tiempo para ver el museo de Pablo Picasso, donde se exhiben, entre un buen número de pinturas, borradores y esculturas que creó como modelos para sus obras pictóricas. El museo está en un palacete neoclásico del siglo XVII, de muchas escaleras, el Hotel Sale, que se financió gracias a los impuestos de la importación de sal.
Me hospedé cinco días en un hotel y cuatro con un colega de IFLA, en un edificio de apartamentos construido durante la Revolución Francesa, con una magnífica vista citadina. Me invitaron a cenar dos colegas franceses de IFLA, una vez frente al mencionado George Pompidou, bajo una llovizna y un clima casi frío, y otra noche en un restaurante francés, donde comí filete de atún con una ensalada de jícama y zanahoria acompañada con una bola de nieve color marrón, que para mi sorpresa era el aderezo del platillo (sabía como a salsa mil islas), seguido por quesos, esos tan variados que comen tanto los franceses, algunos de olores que se acercan a lo nauseabundo, pero de rico sabor. Se calcula, según mi guía, que en este país consumen la respetable cantidad de 25 kilos per cápita al año. La última cena fue en un barrio hindú: pollo Marsala, con papadaums y chapatis. Los restaurantes estaban en fila, uno tras otro, en dos pasajes comerciales que cruzaban de calle a calle, donde el aroma a anís y el curry eran parte de la atmósfera. Al final fuimos a caminar para escuchar, a nivel de muestra, bandas y grupos musicales, ya que Paris celebra la entrada del verano con un festejo musical, donde cualquier grupo se puede poner a tocar en lugares públicos. Escuché una banda tocar rock, otra música pop, una de la India, una más latinoamericana con canciones gospel y una gran arenga religiosa. Otra toco la conocida pieza (ignoro si mexicana) de “Quizás, Quizás”, que me hizo sentir en casa.
El último día renté una bicicleta y me fui a torear automóviles y camiones en la zona de los sitios turísticos de Paris. El día, por primera vez durante toda mi visita, estaba súper asoleado, así que sudé, pero pude mirar, a vuelta de rueda, los grandes iconos del paisaje de la capital francesa. El gobierno de la prefectura de Paris ha creado una magnífica red de parques para bicicletas, que llegan a los casi mil sitios; el paseante encuentra las bicicletas en grupos de unas 20 unidades, que se pueden rentar por un euro al día, siempre y cuando la use menos de media hora, lo que significa que hay que ir de un parqueadero a otro, para estar cambiando de bicicletas y pagar más, ya que cada media hora se duplica el costo, creo que a dos, luego a cuatro, etc. Las unidades son nuevas, bien equipadas, incluyen cable para candado, canastilla, y luces. Tomé mi biciclo y recorrí la calle Rívoli, pasando por el bello edificio de la prefectura (ayuntamiento), luego por la orilla del Sena, para acercarme a Notre Dame. El sol me daba de frente en la cara, así que traté de comprar una cachucha, pero la más barata costaba 10 euros, de modo que preferí broncearme a gastar esa plata. Continué hasta cerca de la Torre Eiffel, crucé los jardines de las Tuileries, creados por Catalina de Médicis en 1564, para girar rumbo a la elegante Plaza Vendome, ahí donde está el famoso obelisco que mandó construir Napoloeón Bonaparte de su efigie con el metal fundido de 1250 cañones, para terminar mi carrera ciclista en la Ópera, donde dejé la bicicleta y tomé mi mochila para continuar a pie y posteriormente regresar en metro. Quise regresar la bicicleta tres veces, pero no había espacio, así que continué en ella e ignoro cuánto cargará a mi tarjeta de crédito la prefectura de Paris.
Un día tomé el tren y me fui a conocer el pueblo de Chartres, donde se encuentra la Catedral del mismo nombre, construida entre los siglos doce y trece. La construcción es imponente porque se mira desde muchos kilómetros de distancia. La arquitectura es completamente mezclada: una torre es romanesca, como las de las iglesias de México, y otra es de estilo gótico. El mayor atractivo, aparte de su descomunal tamaño, son los vitrales que cubren cada ventanal. Unos cuantos datan de más de 1,000 años, los cuales eran como recursos multimedia para educar a la población de finales del medioevo, que era analfabeta y sin acceso a la educación. Me subí a un trenecito que da la vuelta por el casco antiguo de la ciudad, para ahorrar energía en mis pies, y poder más tarde volver a verla con detenimiento, algo que hice y terminé casi arrastrado mi cuerpo del cansancio, parte del cual era acumulación de tanto caminar por las banquetas de Paris. En Chartres, caminaba un trecho y luego me sentaba a tomar fotos y admirar las fachadas de las casas, así como el ir y venir de los transeúntes, muchos turistas que llegan a ver la catedral considerada la construcción medieval mejor conservada de Europa, según mi guía turística, gracias a que durante la segunda guerra mundial no fue atacada. Los vitrales (suman miles) fueron desmontados uno a uno y guardados para prevenir su posible destrucción. Llevaba mi lonche: un virote (baguette) con queso y mermelada, el cual me comí en una banqueta admirando los detalles de la catedral, donde trabajaron miles de artesanos a través de años de construirla y darle mantenimiento. Luego me compré un café expreso, para quitarme un poco el cansancio y darle ánimo a mis pies, para que continuaran caminando por este medieval pueblo.
Concluyo el viaje a Paris, donde me dije que ya no tomaría fotos de los iconos turísticos, algo que casi cumplí en forma completa. Esta vez las fotos son de detalles, de esas pequeñas cosas que adornan o hacen distintas a muchas construcciones. Tomé varis fotos de balcones, donde los geranios son los reyes: ellos son las flores cultivadas en los ventanales de los departamentos. El geranio es una planta noble y resistente que alarga por muchos días la vida de sus flores, las cuales toman toda la gama de colores: rojos, blancos, rosas, bermejos; crecen erectos o en forma de enredaderas que caen por los balcones de esta bonita ciudad. Cuando anduve en bicicleta, me paraba en las aceras para tomar fotos, a veces con temor de que me diera un empujón algún automóvil.
Ahora ya espero la partida del avión. Me levanté a las seis de la mañana, tomé el metro a la estación Gare du Nord, y luego el tren al aeropuerto, algo que me tomó un poco más de una hora. Ahora estoy en la Terminal dos “E” del Charles de Gaulle dominada por un enorme domo decorado en su cielo con tiras de madera, y en el piso una alfombra rojo escarlata, con unos dominós rojo oscuro y líneas transversales del mismo color. La sala es nueva, con butacas que hacen juego con la alfombra, y espacios para conectar la computadora a la electricidad, con sillas especiales para los que somos adictos a estas máquinas. El vuelo se ha retrasado cuatro horas, al avión de Aeroméxico se le descompuso algo y andan buscando la pieza prestada en otra aerolínea. En la venida tuve el incidente de que mi maleta no llegó sino después de 36 horas, gracias a que a los del aeropuerto se les ocurrió revisarla, quizá por lo pesada. Termino mi viaje con el girar de las ruedas de la bicicleta en mente y los pies que me recuerdan la tortura a la que fueron sometidos en esta visita al país galo.