Capri – Isla del emperador Tiburcio

agosto 13th, 2009 by Jesus Lau

encabezado_capri2

Vea fotos en www.jesuslau.com.mx

Este día me levanté relativamente temprano, me eché mi baño matinal, me comí un pan con queso y un durazno, y preparé mi doble lonche para el día.  Ya equipado con comida y mi sombrero blanco que compré un día antes, porque el sol estaba bueno para tostar pan de lo caliente, me fui a la Plaza Garibaldi, que está frente a la estación de trenes, ubicada unas tres cuadras de la casa de huéspedes, para tomar un autobús urbano hacia el muelle de Nápoles.  Me compre un pase de autobús de 24 horas, que cuesta 3.50 euros.  Llegué a dicho lugar, y luego busqué donde vendían los boletos para cruzar el estrecho de mar que separa a Nápoles de la Isla de Capri, la cual es famosa desde antes de la era de Cristo, que fue ocupada por los griegos y más tarde, el emperador romano Augustus se retiró a vivir en este lugar en el año 27 antes de Cristo.  En el siglo XX ha sido lugar de veraneo y vivienda de artistas y escritores europeos.  El montículo que sale del mar está formado de piedra caliza, blanca, lo que hace que el color del mar se vea color azul cobalto, como si fuera de piedra lapislázuli.  Viven unas 14.000 personas, pero muchos turistas la invaden, para recorrer sus estrechas callejuelas laberínticas, todas peatonales, porque no hay carros, así que quien vive en este islote de 6 por 2.7 kilómetros cuadrados debe desplazarse a pie.  Sus casas son blancas, muchos son palacetes, hoteles y boutiques.  El lugar ha sido inmortalizado por películas del cine italiano.  Tiene espacios de bosques, y pequeñas parcelas de los lugareños.

Tomé el ferry que tardó unos 50 minutos en cruzar el mar, el  clima afuera era caliente y con bruma, no se miraba mucho de las montañas que rodean la parte continental de Nápoles.  Al llegar busqué donde comprar boletos para el funicular, ya que la subida es empinada y tiene casi tres kilómetros, así que no iba a gastar mis energías en eso.  Ya con los boletos, hice fila por espacio de media hora, para tener lugar.  Ya arriba, me senté un rato para admirar el caserío blanco, que bordea buena parte de la isla, como pan de caja cortado y puesto a flotar en agua, porque a los lados tiene grandes peñascos, que la hacen imponente.  Me comí mi primer sándwich a la entrada de la iglesia de San Estéfano, de arquitectura romanesca, mientras miraba el mar mediterráneo hasta donde llegaba la vista, para entonces ya el sol había disipado la bruma.

Revisé mi guía turística y empecé a recorrer las callejuelas bordeadas de tiendas y hoteles, para buscar el convento Certosa di San Giacomo, que data del siglo 14, convertido en museo con algunos frescos del siglo 17.  A su entrada está la biblioteca municipal de Capri, un lugar ordenado, pero modesto, quizá demasiado modesto, para una isla donde viven personas del jet-set italiano e internacional.  Italia, parece que no es conocida en Europa por buenas bibliotecas públicas, así que ésta quizá refleja la situación nacional.  Atrás del convento, había un bonito jardín de pinos y otros árboles, llamado Giardini de Augusto, fundado por el emperador hace más de dos mil años.  La belleza del lugar es que está justo donde comienza el precipicio de la isla, de más de 300 metros de alto, y donde se dominan tres pináculos, unos picos, de piedra blanquizca en el mar, donde además parece estar la marina.  La vista fue increíble, abajo los yates y las lanchas y a los lados los riscos y peñascos de la isla, y en sus copos las casas de verano.  Ya para entonces era hora de comer de nuevo, tres horas habían pasado, así que abrí mi lata de atún y la degusté al mismo tiempo que la vista devoraba la distancia lejana del mar.  Tomé un poco de agua y me comí un chocolate.  Estuve sólo todo ese tiempo, así que tuve banca exclusiva. Ya alimentado, me bajé por otros senderos y descendí en el funicular, para ir a conocer la Grotta Azurra, gruta azul, me compré boleto para el yate, algo caro, 10 euros y junto con un grupo me llevaron a dicho lugar, donde había pequeñas lanchas para tres personas.  Me subí a una, donde iba una pareja de japoneses y nos dieron instrucciones que nos acostáramos, no comprendía mucho, pero ante la insistencia del remero, me tiré al piso.  Luego entendí porqué, todo se debía a que la entrada a la gruta es pequeña y baja.  Entramos y luego nos pidieron que nos sentáramos, para entonces el remero, y otros más que estaban ahí, cantaba canciones clásicas italianas en coro, tales como Sole Mío y Volaré.  El espectáculo era ver el mar que entra a la gruta de fondo marino ovalado con aguas iluminadas resplandecientes en tono azul cobalto.  El fenómeno natural se debe a la refracción de la luz solar que entra por la parte de abajo, donde la montaña está hueca y que contrasta con la piedra alcalina.  Fue bonito ver el espectáculo natural, donde el agua parecía iluminada con luces de neón desde el fondo del mar.

Me regresé ya cansado de tanto caminar y de estar bajo el sol, con la camisa sudada.  En el ferry de regreso me eché una siesta con el vaivén de las olas, llegando descansado a Nápoles, así que continué con la caminata y recorrí parte del centro histórico, del cual les platicaré en reporte separado.  Así concluí un día más de estas vacaciones, ahora estoy en el vestíbulo de la casa de huéspedes redactando este documento, ya que en mi diminuto cuarto no cabe una silla y menos una mesa.  En conclusión, la vista a Capri fue ver un lugar privilegiado, rodeado de las aguas del mediterráneo,  con las vistas que tiene por su conformación geológica y cubierta de un mundo urbano de lujo, un contraste con partes de la ciudad de Nápoles que luce en parte deteriorada.