El estado de Sinaloa que produce la mayor parte del tomate del país, ese fruto que se usa como vegetal en casi todas las comidas mexicanas, que llevaron los europeos al resto del mundo, cuna de mi nacimiento, le dediqué buena parte de mis vacaciones. Por primera vez en 30 años pasé una Navidad sólo con mis padres, quienes ya caminan en su tercera edad y por lo tanto en el quinto vigésimo de vida. Viajé en avión a Culiacán, donde ahora viven, pase un par de días en su casa, y luego manejé doscientos kilómetros con ellos, para ir a Los Mochis en la camioneta, una reliquia motora de mi padre, bajo su vigilancia. Dicha ciudad es donde nací, donde pasé la niñez y donde transcurrió la adolescencia, hasta antes de ir a la Universidad, cuando me mudé a la capital del estado.
Saludé a muchos primos, los tengo por docenas, y llegué donde estuvo nuestra primera casa en la ciudad de Los Mochis, cuando nos mudamos del campo, por allá donde estaba el panteón municipal, que por esos pasados años era más allá de las orillas de la ciudad, y área de montes y matorrales. Tomé fotos de mi escuela primaria rural Gabriel Leyva Solana del Ejido de la Cuchilla. Cuando llegué a ella tenía apenas un salón de clase construido de ladrillo (para segundo grado), y un tejaban de lámina de cartón, casi todas rotas, sin paredes que eran para el grupo de primer año. Los padres en esa época tenían que proporcionar el mesabanco, Mi padre nos hizo uno sin respaldo, con banca y pupitre integrado, de madera rústica, sin pulir, que pintó de verde, el cual compartía con mi hermano. Los lápices y los cuadernos eran escasos y a veces había que escribir en papel estraza y usar el lápiz hasta el último centímetro de grafito y se si descuidaba uno, los compañeros se los robaban. No había baños, sino fosas sépticas que estaban distantes de los salones, ni había canchas deportivas, ni maestros de deportes, y todo el terreno era maleza, era realmente una escuela rural, con maestros, que no eran maestros, sino personas que sabía leer y escribir, que tomaban un entrenamiento docente, la mayoría le gustaba pegar, a casi todos, excepto dos, les tuve pavor, miedo de que me castigaran, ni hablaba, para que no me dieran de golpes o me mandaran pararme en el calcinante sol semiárido de mi estado.
Tomé fotos también de la primera casa de la ciudad, una construcción chaparrita, de un cuarto que era recámara, y sala, más un tejaban cercado de corteza de pitahaya (parecido al Sahuaro) que servía de cocina. Además estaban la casa de mi abuela, mi tío agustín y mi tía Delfina, ambos hermanos de mi padre, más otra que rentaba de la esquina. Mi abuela paterna tenía tres cuartos incluyendo la cocina, era la mejor. Ahí viven todavía mi tía, viuda de mi tío y algunos de mis primos, que en aquella época eran una decena. Su casa, ahora de construcción de dos plantas moderna está justo donde antes mi papá construyó nuestra casa a los meses de irnos a la ciudad. Todas las familias, excepto los de una casa, esa que nos prestó mi abuela al llegar, usábamos un mismo baño y sanitario común, ubicado al fondo del solar, donde todo mundo hacía cola y había que organizarse para nuestra higiene y todo lo demás. Para evitar aglomeraciones, a los niños los bañaban en tina. A pesar de que era un solo baño todo de concreto, nada de azulejos o tazas de porcelana, para nosotros era un gran progreso, porque en el campo nuestras necesidades fisiológicas las hacíamos en los matorrales y nos bañábamos en tina o en los canales de riego, así que sentarse rodeado de cuatro paredes, con puerta era un gran paso de civilización, así como bañarse con cubeta tirando el agua directo al piso, porque había drenaje, que tenía, vale mencionar, poco de ser introducido a la vecindad de mi abuela y a la ciudad misma. El papel sanitario aún no existía, usábamos periódico, que se apretujaba para hacerlo suave y para que limpiara mejor. Había una sólo grifo del que todos surtíamos de agua a las casas, y mi madre, muy moderna se agenció con sus ahorros para comprar una manguera, lo que nos ahorró a mí y a mis hermanos tener que acarrear el agua para la tina que tenía junto al lavadero.
La visita de este año a Sinaloa, fue como en otras, tiempo para recordar, tiempo de vivir pasados que ya son distantes. Estuve una semana y luego me regresé al Distrito Federal con mis padres en avión, primera vez que viajamos juntos en estos equipos. Llegamos a la casa de campo de mi hermano, en un pueblo que está entre la Ciudad de México y Cuernavaca, así que la altura es mayor, quizá unos 500 metros más, así que cuando uno vive al nivel del mar, como es mi caso, siente la altura, y al subir escaleras, el cuerpo le cobra el esfuerzo por la escasez de oxígeno. Pasé ahí el año nuevo con toda la familia, padres, y hermanos, excepto uno de ellos, y mis tres hijos, con abundancia de comida y charlas familiares. El día primero, mi hermano contrató un mariachi que tocó por dos horas para celebrar el cumpleaños de mi progenitor, quien desbordaba felicidad en cada célula corporal. Esa misma noche, me regresé a Culiacán, para ser partícipe de la boda de una sobrina, hija de mi hermano que faltó por esta razón, y que se realizó el dos de enero. El enlace de mi sobrina fue con un oriundo de Nápoles, Italia, así que la fiesta tuvo la quietud europea en su festejar, no hubo tambora (banda de música sinaloense) y ser realizó en un elegante salón. El día tres, me regresé de nuevo en avión, el último vuelo, no había lugares en otro, así que llegué después de media noche a la capital, para luego tomar mi camioneta, donde me esperaban mis hijos, para irnos a Puebla y dormir ahí, ya que por el programa de no contaminación del aire, las placas del vehículo por su terminación en cinco, no circula durante el día los lunes en dicha urbe. Arribamos a la capital poblana a las tres de la mañana, conseguimos un hotel en el centro, dormimos y desayunamos en el bello centro colonial, para continuar a Veracruz y llegar en la tarde e ir a trabajar este último tramo del día, así concluí estas vacaciones decembrinas, que fueron de reflexión y de recuerdos en la tomatera Sinaloa.