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Llegué a Tokio a las tres de la tarde, la una de la mañana en México. El vuelo fue bueno, no hubo turbulencias. Llovía en la ciudad, había un tifón que aparentemente cubría todo el territorio japonés. Pasé inmigración, luego aduana, donde al revisarme el pasaporte, decidieron hacerme una revisión del equipaje, para ver si no traía doble fondo la maleta, algo que se está volviendo frecuente desde que México entró en esta turbulencia de inseguridad por las drogas. Este verano que viajé a Finlandia, un país donde casi no revisan, me pidieron que abriera las maletas. Fui a información para ver como llegaba a Tokio desde Narita, donde está el aeropuerto, me recomendaron el tren, así que bajé un piso y compré los boletos en clase económica de un expreso que tomaba solamente una hora. Lo abordé, y me impresionó la modernidad del tren. Busqué letreros normales, pero todo lo tenía con pantallas de plasma, el del vagón y los asientos, dentro del mismo las pantallas eran planas, trasmitiendo información útil para el viajero, el clima, y algunas noticias, tanto en inglés como en japonés.
Taxista. Mi destino fue la terminal Tokio, que es la central de trenes, ahí me recomendaron que tomara taxi, mi plan original era caminar, porque pensé que estaba cerca, pero no, quizá el hotel distaba unos dos kilómetros. Ya para cuando arribé a la ciudad, estaba oscuro, era de noche y apenas eras las cuatro treinta de la tarde. La lluvia continuaba pertinaz, así que con mayor razón tomé el taxi. El chofer era un hombre grande que no entendía una palabra de inglés. Le mostré la dirección y el mapa donde estaba el hotel, y no supo descifrarla, así que llamó por celular al mencionado hotel. Luego llegamos al barrio del hotel y el chofer no encontraba la calle. Su auto, como el de todos los taxistas de esta urbe, traía muchos aparatos, tantos que parecen tener cabinas de avión, entre dichos aparatos estaba un GPS, pero mi chofer no lo usó. Terminó llamando dos veces más, hasta que por fin llegamos a una especie de callejón, donde había muchos comercios, algunos cerrando ya, pues eran la cinco de la tarde. Me bajé, pagándole quizá hasta un 30% más de lo debido por tanta vuelta.
Casa de huéspedes. Entré al edificio y todos los letreros estaban en japonés, así que no sabía en qué piso estaba, subí una maleta un piso y no miré cara de hotel, regresé por la maleta que había dejado al entrar, hice lo mismo con los dos pisos siguientes, subiendo una por una, pero tampoco miraba entrada hotelera. Fue hasta que subí al cuarto piso que vislumbré que en el quinto había letrero de hotel. Llegué y la administradora afortunadamente hablaba un poco de inglés, me dio mi habitación que olía a cenicero recién usado, le pedí otra habitación, pero no tenían, así que le puso desodorante, pero sólo disminuía un poco el fuerte olor a tabaco quemado. Abrí la ventana que daba al exterior, eso no le quitaba la peste, pero al menos había aire fresco, bueno más bien frío. La calefacción estaba puesta. Mi cama tenía, un edredón blanco, y una almohada rellena de arroz seco sin deshojar, así que se sentía interesante el acojinado. Me recordó las almohadas de mis padres que están rellenas de flor de tule, que hace quizá unos 30 años, una señora, madre de uno de los trabajadores se las hizo, ignoro cómo han aguantado dichas espigas desmenuzadas de tule. Además, la cama tenía una bata, tipo kimono, dos toallas chicas y unas sandalias. De la bata no me percaté hasta más tarde cuando miré que otros huéspedes, hombres y mujeres la traían. Debo decir que el hotel, no era tal, sino una casa de huéspedes modesta, pero limpia y muy bien organizada, todo tenía números, mapas, y cajitas con cosas, en unas cosas de baño, en otras conjunto de cosas para el baño, como secadora, espejo de mano etc., que uno podía tomar de la estantería. Igualmente, tenía en forma notable varios libreros llenos de revistas y libros de series cómicas, había de todo tipo y temática, según las fotos.
Barrio. Antes de abrir la maleta, traté de reservar un tour de la ciudad, así que invertí como media hora, junto con la empleada del hotel, tratando de hacerlo, pero lamentablemente, los paseos de mediodía, dos, estaban llenos. Entonces empecé a investigar cómo tomar el metro y dónde se ubicaban los puntos de interés. La empleada me ayudó a traducir con Google la información. Me metí al cuarto y prendí mi computadora y empecé a enviar mensajes de Twitter y revisar mi buzón de correo-e. En esos momentos empecé a sentir mucho sueño y una sensación de borrachera, por las dos noches de desvelo, pero me propuse no dormir, para bajarle al jet lag. Así que me salí a la calle, para estirar las piernas y que me diera el aire fresco de la noche y aprovecharía para cenar. Caminé sin sentido, mirando y observando todo lo que estaba en las aceras. Por la pinta de los negocios, como que estaba en un área comercial bastante popular, había tiendas de ropa y otras cosas. Ya que me cansé de dar vueltas, me regresé a un restaurante chico, como taberna, que estaba completamente lleno y que se miraba típico.
Taberna. Entré al restaurante, había pocos bancos, tomé uno y pedí la carta, escogiendo el platillo por la foto que traía, aunque después me trajeron menú en inglés. El personal no hablaba inglés. Pedí un tazón de tallarines con pollo. Me trajeron un platón hondo grande con muy buena vista, arriba venía un corte delgado y pequeño de pollo, a los lados, bien acomodados, tiras de bambú, cebolla cambray finamente picada, medio huevo medio negruzco (como el chino que lo dejan perder en sal por tres meses), tres hojas de algas, y una rodaja de una especie de apio blanco con un centro rosa. El sabor era rico, aunque bastante caliente. Le pregunté al mesero como se comía y no me pudo explicar y yo tampoco le pude entender, pero luego miré como le hacía un comensal distante, con cuchara de porcelana y palillos. Frente a mí, dos personas comían tiritas de carne en un asador individual. Al lado, en una mesa unida grande estaba un grupo de personas jóvenes, hombres y mujeres, que al rato, me di cuenta que tenían despedida de soltero. Sacaron un regalo, se lo dieron al novio, para que se lo pusiera, se lo puso, era una especie de atuendo de ropa interior de una sola pieza, de mujer, de encaje rosa fucsia, transparente, que figuraba un sostén y la parte baja estilo tanga, con orificio por donde uno se puede imaginar. El novio se lo puso, sin inhibiciones y luego vinieron los aplausos y los flashazos. A la entrada, estaba otra mesa unida como de 10 personas, la mayoría discapacitados, que celebraban algo, nunca supe qué, pero tanto ellas, como ellos, estaban contentos. La taberna tendría capacidad para unas 40 personas. Los meseros gritaban la orden y los cocineros contestaban en coro repitiendo la orden. Las paredes estaban decoradas como con los rezos budistas horizontales y con un número. Su mostrador y la cocina eran de madera, se sentía agradable. No entendía nada de lo que oía, pero interpretaba con toda libertad mental lo que sucedía o creía sucedía.
Sin Yenes. A la hora de pagar con la tarjeta de crédito me dijeron que sólo recibían Yenes en efectivo a señas, me dije, mi madre y ahora cómo les pago, había dejado los dólares en la casa de huéspedes. Pregunté por un cajero, y uno de los meseros, me llevó a un 7 Eleven, que abundan en la ciudad, e intenté sacar dinero con tarjeta de débito, luego con la de crédito, pero no aceptaba MasterCard, para mi suerte también, por seguridad había dejado mi Visa y la American Express. Le pregunté al mesero si aceptaba dólares, me dijo que podía, así que le pedí que me permitiera ir al hotel por ellos y volver a pagarle. Me tuvo confianza, así que rápidamente fui y volví para pagarle. Luego el reto fue que no tenían cambio, eran 14 dólares y no tenían vuelto, pero le dije que acabalaba trece, así que esos fueron los que tomó. Regresé al cuarto, ya cansado físicamente y me dispuse a terminar el correo-e, especialmente el de la oficina, el Facebook y el Twitter de nuevo. La meta era aguantar hasta las 22:00 horas, lo logré a duras penas. Me fui a la cama una media hora más tarde, ya como zombie atarantado. Necesitaba dormir bien, para que el cuerpo se acostumbrara al cambio de horario, esas 14 horas, que eran un montón con respecto a Veracruz.
Baño comunal. Afortunadamente, dormí toda la noche. Me levanté y estrené mi bata-kimono para ir a bañarme. El lugar era interesante, el baño era comunal, así que había que bañarse sin inhibiciones. En la entrada estaban los lavabos, todos numerados, con un dispensador de jabón y otro con champú más. Al fondo estaban unos cestos amarillos de plástico, para poner uno sus pertenencias, luego otras cajas, una llena de cepillos de dientes en bolsitas y otra con peines. Luego entré al baño, un área grande, con regaderas llaves a la altura de un metro, y una extensión de regadera bajita, que no alcanzaba para que llegara a la cabeza. Junto a cada juego de llaves y manguera de regadera estaban unos asientos, como botes de plástico bajitos, eso me dio a entender que el baño era sentado. Luego había una palangana, una especie de jícara grande de plástico para echarse el agua a la cabeza. A un lado de este espacio estaba una gran tina cuadrada, tan grande como un jacuzzi, con agua caliente, también comunal. Seguí el rito, a la tierra que fueres haz lo que vieres, tomé mi regaderazo sentado y luego al final me metí a la gran tina. Esto lo hice descalzo, ya que los japoneses dejan su calzado a la entrada de los cuartos. Luego usé el inodoro y era muy moderno, tenía un asiento con una palanca con cuatro botones, no toqué ninguno, pero al sentarme me di cuenta que calentaban la cubierta. Me pareció una gran idea, porque el clima estaba frío y no tenía uno que sentir ese contraste helado, un recuerdo que tengo de Inglaterra, donde uno pensaba dos veces antes de sentarse en el baño durante el invierno, por lo frío que estaban. El desayuno fue un tazón de tallarines instantáneos, para lo cual tienen un despachador especial de agua caliente y hornos de microondas.
Precio bajo. Mi casa de huéspedes sería en apariencia modesta pero tenía sus modernidades, y sobre todo comodidades típicas japonesas. Los clientes todos eran japoneses, excepto por un francés. La dueña me dijo que era el primer mexicano que tenía y que esperaba que recomendara su albergue si estaba complacido, lo cual definitivamente lo estaba, había pagado $52 dólares y había tenido una gran lección de cultura japonesa.
Palacio imperial. Empaqué todas mis cosas, dejé las maletas encargadas en la casa de huéspedes y me fui a conocer el Palacio Imperial, ubicado en pleno corazón de Tokio, rodeado de amplios, bastante amplios jardines, que son un remanso entre tanto rascacielo. Las vistas, porque no dejan entrar, de los edificios con sus techos de teja porcelanizada de dos aguas, con sus picos en las esquinas, como orlas, se miraban bellos, con esa imagen del Tokio imperial, el que sale en las películas. Tomé muchas fotos y pedí a algunos turistas que me tomaran algunas. A los japoneses, como los demás asiáticos, les fascina tomarse fotos y siempre están listos para tomarle a uno, algo que no sucede con los norteamericanos o los europeos, a quienes antes de pedir el favor, uno tiene que estudiar psicológicamente sus caras, para ver si no se enfadarán con el favor. El palacio está en una parte alta rodeado de bosquecillos y una gran zanja que en el pasado debió tener agua para detener a la plebe y los enemigos. Junto, están un conjunto de edificios de ministerios y el Edificio Nacional de la Dieta, el equivalente del congreso. Caminé bastante, porque las manzanas eran grandes. El otoño se veía que apenas empezaba, porque los árboles que bordeaban las calles estaban verdes. Caminé. Ya que iba a ser la una decidí tomar taxi, este conductor tampoco hablaba inglés, pero sí uso el localizador del GPS y llegué al hotel pronto, donde me tomé otro tazón de tallarines instantáneos y después tomé otro taxi para la estación central Tokio.
Señalética. Llegué con anticipación, así que me senté a tomar un café expreso, algo que no tomo normalmente, pero me estaba entrando el sueño y no debía dormir para cortar el jet lag. Me agasajé y pequé comprando un bonito trozo de pastel de crema chantilly, muy bonito, como todos los platillos japoneses, donde el decorado es parte esencial. El orden en este país es increíble, al momento de servir acomodan todo simétricamente o con una disposición que genere estética. En el metro, en las calles, hay señales de que el que va tome su izquierda y el que viene la derecha. Las puertas están numeradas, cada cosa tiene un orden visible. Su señalización es excelente y con tipografía grande, quizá por esos sus letreros comerciales de neón son famosos, hay partes tapizadas de anuncios. La señalética en esta parte del oriente lejano es la más avanzada, como sucede en Seúl, Corea del Sur, donde recuerdo que a la altura de las salidas del los vagones del metro, había señales para que se pararan los que iban a entrar y otras para los que salían.
Conclusión. La rápida visita a Tokio terminó regresando al aeropuerto, al emprender camino al aeropuerto me equivoqué y tomé un tren que era ranchero, paraba en cada pueblo, cuando debería haber tomado el exprés. Llegué 20 minutos antes y leí Narita, así que me monté, pero ya arriba, me di cuenta de mi error cuando hizo la primera parada, afortunadamente no me bajaron, pero me tomó 30 minutos más que el rápido. Me regreso con el sabor de haber dado un vistazo breve pero sustancioso de la capital del país del sol naciente. Especialmente, me quedó grabada la experiencia de la casa de huéspedes, muy tradicional y de la taberna donde cené.