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Día viernes, se cumplía una semana desde que había partido de México, aunque había perdido un día por los husos horarios que había cruzado, Ahora iniciaba un paseo más por el Sur de Nueva Zelandia en estos tres días intermedios de presentaciones académicas, esta vez sería rumbo a Mildford Sound. Abordamos la misma vagoneta, con una pasajera menos y recorrimos carretera una hora y media, una carretera, que como las otras estaba en un valle costero entre la enorme y amplia sierra que parece dominar la parte central de esta isla y el mar, el cual no estaba a la vista. Empecé a tomar fotos de los valles con las montañas de fondo, que tenían cimas y picos nevados, con praderas de preludio cubiertos de zacate, que parecía césped cortado con podadora, gracias al pastoreo de las ovejas que parecen rasurar el zacate que con la lluvia intermitente crece sin problema. Llegamos a un punto intermedio, donde nos bajamos a esperar un autobús, el cual llegó al rato, medio lleno de pasajeros. Me senté en un par de asientos llenos de bolsas donde no había nadie, pregunté si estaba ocupado, me dijeron que si, pero la dueña estaba tirada a lo largo de la larga fila de asientos de la última fila.
Empezamos el trayecto en el autobús, un vehículo moderno, grandes ventanales, alfombrado y muy buen sonido, pero no tenía las comodidades de los de México, carecía de baño. Estuve mirando los otros que circulaban, pero a ninguno le miré sanitarios, esto fue un reto, como el día anterior, ya que había que programar la ingesta de líquidos, porque además no sabíamos dónde pararíamos, en este segundo día, lo que hice fue preguntar como cuánto tardaría la siguiente parada y tomar agua sólo si estaba dentro del rango de hora y media, que es el tiempo en que los líquidos recorren el cuerpo, para luego demandar su salida. El bus se encaminó hacia la parte central y montañosa de la isla, así que las vistas panorámicas empezaron a incrementar su belleza, tomé fotos de pequeños recovecos rocosos, arroyos y montañas, desde la ventana. Hicimos una parada en un pueblo turístico de reciente creación, llamado Te Anau, con un bello lago, que estaba anidado entre montañas, ahí desayunamos.
Continuamos ascendiendo el agreste territorio neozelandés de la isla Sur, en una angosta carretera de doble sentido, como al parecer son todas las demás en el país, es decir no hay autopistas. El camino asfaltado estaba muy bueno y se ubicaba a lo largo de un río, cuyo cauce naturalmente definía la ruta más accesible, que el agua busca en su inercia al caer de los glaciares y la lluvia, que según mi guía turística (libro), caía 240 días del año. La belleza del lugar fue multiplicándose, las montañas se volvieron más altas, el río continuaba su curso, pero ya en esta parte la horcadura se volvía un esplendoroso cañón, entre montañas que parecían haberse desgajado en forma vertical, para dar paso al afluente pluvial. Paramos al menos dos veces para tomar fotos de postal, con fondo de montañas apuñadas que se abrían para mostrar sus cimas en pequeños valles, desde donde se podía ver la nieve de pacientes y hasta ahora eternos glaciares, aún en primavera, estación en la que estaba este país.
Otra parada fue para ver una caída de agua. Caminamos por un sendero de piso de madera, muy civilizado entre árboles y arbustos verdes, pero cubiertos de musgo, que les daba una tétrica imagen fantasmal. El ramal de río tenía varias caídas, pero la principal, la meta de la caminata era ver como los chorros de agua habían horadado las ferrosas piedras, que parecían máscaras de carnaval de Venecia. Tomé las fotos debidas y como en todo el trayecto le pedí a otros turistas que me tomaran algunas. Los mejores fotógrafos son los orientales, les gusta tomarlas, tienen cámaras sofisticadas, por lo tanto saben cómo manipularlas y además son amables, no ponen cara de fuchi cuando les pide uno el favor. Mi autobús no traía turistas orientales, pero si venían otros autobuses detrás, uno lleno de surcoreanos y otro de japoneses, que en momentos nos traslapábamos en las paradas, y me confundían con ellos.
Una gran vista fue junto al túnel Homer, una horadación angosta, donde apenas cabía el autobús. Ahí paramos una vez más, las vistas de las montañas sencillamente eran increíbles, tenían una belleza perfecta: Montañas empinadas, unas cortadas por la naturaleza, otras cónicas, de donde caían cascadas de la nieve que se derretía por la calidez primaveral, deshaciendo un poco las coronas de nieve de las cimas. El viaje era fantástico, la belleza simplemente aumentaba. Impresionado de las bonitas vistas que llegaban al superlativo, algunas que tenían semejanza con los fiordos nórdicos o las montañas canadienses. Llegamos a la entrada del fiordo, un brazo marino que penetraba salvajemente las montañas en la parte donde la historia volcánica de la tierra había hecho una caprichosa hendidura. Nos subieron a un yate moderno de enormes ventanales. La temperatura estaba entre fría y helada a ratos, pero tolerable, porque no llovía, el clima estaba semi-seco. El barco se meneó y dio la media vuelta para iniciar el recorrido.
Nuevamente, la belleza iba en aumento conforme recorríamos el tramo de agua, que por cierto tenía una gran profundidad. El capitán paraba en los lugares especiales, como al menos en dos cascadas para casi virtualmente tocar las paredes del cañón que parecía un cortado de un pastel de montañas que se elevaban tremendamente y mostrando en su corte las vetas de colores de las rocas. Otra parada fue para ver focas, que reposaban en las rocas que salían de las paredes montañosas. Como parte del viaje nos ofrecieron un buffet bueno, aunque la comida no era la mejor de un restaurante, pero tenía naranjas que no las había comido en todo el viaje.
Dentro del viaje, se incluía una visita a un observatorio marino, una especie de bote circular de vidrio desde donde se podía observar el fondo del fiordo, y ver como crecía la naturaleza, su fauna y su flora. Fue bonito ver una gran estrella de mar, como caminaba con sus miles de patitas a lo largo de uno de los ventanales, así como las algas marinas de todas las formas y colores. Los peces de diferentes tipos que se acercaban a los ventanales en búsqueda de alimento o quizá simplemente nadar, como parte de su vida marina.
En el yate, salí muchas veces a la proa a tomar fotos y a sentir el aire helado en la cara, a extasiarme de la belleza natural, de este fenómeno rocoso y de mar con glaciares en la cabellera de las montañas. Un sitio considerado entre los mejores de las bellezas que ofrece Nueva Zelandia. Mientras respiraba el aire fresco pensaba en lo afortunado de esta oportunidad de la vida, de llegar a este rincón del mundo, de los más alejados del planeta, para ver un espectáculo hecho por millones de años por el desarrollo del planeta. Regresamos al atardecer a dormir al pueblo de Queenstown, un bonito pueblo, de nuevo rodeado de montañas, con un lago al frente y nieve en las cúspides de sus cordilleras. Llegué a un albergue con muy buen cuarto y vista al centro del pueblo con construcciones de madera, y muchas tiendas para turistas, que en invierno se vuelve un campo de esquí. Compré una tarjeta para acceder a Internet y me puse a revisar mensajes-e unos del trabajo y otros de tipo profesional, salí a caminar y a cenar algo, que fue un pollo con arroz y luego me acosté para reponerme de las emociones de todo el día, ya que en la tarde siguiente (del sábado) regresaría también en autobús a Dunedin, porque el congreso iniciaba el domingo.