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El recorrido aéreo de Wellington a Dunedin, me había mostrado la Nueva Zelandia que de alguna manera mostró la trilogía Lord of the Rings, muchas montañas, realmente cordilleras escarpadas cubiertas de nieve, a pesar de que era primavera austral. Al llegar a Dunedin, la cuarta ciudad más grande de Nueva Zelandia, mostraba las montañas verdes, a veces con montículos verdes de árboles, y en algunas áreas enormes manchas amarillas, de un arbusto que floreaba intensamente en esta etapa primaveral. En el aeropuerto me esperaba Glynis Shields, quien había sido el contacto inicial para invitarme a participar en el congreso de LIANZA, en el cual celebraban los 100 años de creada la asociación. Ella me llevó por algunos senderos rumbo a su casa, la cual está entre el aeropuerto y la ciudad. Nos fuimos al centro, donde nos esperaba parte del comité local organizador del congreso, entre ellos la coordinadora. Comimos en una cafetería junto a una galería de arte municipal, luego el jefe de servicios de la Biblioteca Pública me dio un recorrido de la misma, un edificio de unos 20 años de concreto, de unos cuatro pisos, justo junto a las oficinas del condado. El atractivo principal era una exposición en el departamento de colecciones especiales, que tenía una muestra selecta de biblias, entre ellas una hoja de las famosas biblias de Gutenberg.
Luego fuimos a la Universidad de Otago a recorrer el lugar donde sería el congreso, especialmente el auditorio donde daría los dos micro-talleres, y la conferencia magistral, para luego ir al pequeño hotel universitario “Executive Center”, una casona de cuatro pisos, elegante y con servicios e instalaciones de cinco estrellas. Después, nos dirigimos a casa de mi anfitriona, la cual estaba ubicada en los alrededores de la ciudad. Atravesamos carreteras y algunos caminos empedrados, para subir colinas, que bordeaban la ciudad. Llegamos a su casa, un lugar en pleno campo, ubicado en la cúspide de una empinada loma, rodeada de colinas cubiertas de pastizales, donde abundaban borregos de lana blanca. Llegar a esta casa, fue un halago visual, ya que desde su parte frontal se dominaba el mar, quizá distante un kilómetro, desde donde se miraba el oleaje de una corta playa, y más al fondo, una isla volcánica, un cono que se asomaba en el océano. La casa tiene grandes ventanales, así que casi de cualquiera de las habitaciones, pero especialmente de la cocina y el comedor se dominaba el gran panorama de azules marinos y las laderas de las onduladas montañas llenas de ese verdor tierno que tiñe en la primavera. Me sentí muy afortunado de ser invitado esa noche a dormir en este paraíso de la naturaleza el cual era arrullado por la sinfonía de las olas del mar que claramente se escuchaban en esta altura y que sólo eran interrumpidas por el ladrar de los dos perros que tenían mis anfitriones. Esa noche cené con toda la familia, Glynis, su esposo Darrell, su hija, yerno y nieto, un pequeño de dos años, que pronto dejaría de ser el único, ya que un par de gemelos están en camino de llegar el mes siguiente.
La mañana siguiente, madrugué un poco, porque debía salir a las 7:30 a tomar mi tour por la zona costera de la Isla Sur de Nueva Zelandia. Me llevó Glynis a la estación de tren, una regia terminal de gótico inglés, donde no había nadie, quizá por lo temprano y porque no debía haber trenes a esa hora. Después de un rato, llegó una vagoneta, que era la mía, aunque su nombre no correspondía al que había comprado el tour. Me subí y éramos sólo cuatro pasajeros, tres chicas, una alemana, una canadiense y una sueca, más el que suscribe. Salimos de la ciudad y empezamos a cruzar montañas y algunos valles, para llegar a la zona costera, la cual tuvo casi todo el trayecto la carretera de dos carriles a la orilla del mar.
Entre lo más sobresaliente que visitamos fue Nugget Point, donde estaba una faro en la cúspide de un pico montañoso al cual llegamos caminando bajo una llovizna fina, que afortunadamente permitía ver a la distancia las isletas y peñascos que salían del mar en forma caprichosa. El panorama era increíblemente bello, se antojaba perderse en la vista y dejar que el mar lo transportara a uno hasta la lejanía de las nubes. Llegamos a desayunar a un restaurante decorado con enseres de mar y con una bonita vista de playa. Hicimos otra parada para entrar a una zona boscosa, caminando por veredas y caminitos, que seguían el cauce de un río, que en tramos formaba saltos de agua, hasta arribar finalmente a una gran cascada, donde bajo la llovizna admiramos la caída de toneladas de agua. La vegetación mostraba la gran humedad que abunda en esta parte y en general en todo el país, ya que los troncos de los árboles estaban llenos de musgo.
Otro atractivo fue ver una playa de un bosque de la época del Jurásico, donde había muchos troncos y algunos árboles petrificados, que se podían ver en la tarde, cuando caía la marea. Los vestigios de los troncos mostraban claramente en muchos de ellos, su corteza, caminé pensando que lo hacía sobre algo que tenía millones de años, antes de que los zacates existieran, según mi libro de guía turística que traía. Ahí mismo vimos pingüinos ojo amarillo, un tipo en extinción que está protegido, miramos sólo tres que salieron a la playa cantoneándose tranquilamente y aleteando de vez en cuando, ignorándonos a todos los turistas, ya que no se inmutaban, ante las fotos y las miradas de varios humanos.
Otra parada fue en una bonita playa, justo junto al bosque petrificado, para tomar el té de la tarde. Yo me tomé una sopa de tallarines oriental instantánea, de nuevo la vista era para embriagarse de la tranquilidad de una península y ver un romper de olas junta a una colina, que cada minuto estrellaba la fuerza del mar contra las rocas. Terminamos el día en Invercargill, ciudad donde dormí en un albergue, pero en habitación individual sin baño. Llegamos a las 18:00 horas, es decir once horas después de que habíamos iniciado el tour. Pregunté y encontré un gimnasio en esta pequeña ciudad tipo del sureste norteamericano, hice una hora de ejercicio, el primero en casi una semana desde que había partido de México. Como recompensa, cené en un restaurante Tailandés, tomando una sopa de zacate de limón con pollo y arroz al vapor. Luego trabajé como dos horas poniéndome al día con los mensajes de correo-e y subiendo algunas fotos a Facebook, así como enviando algunos mensajes por Twitter. Concluí un día en el cual me había embriagado de tanta belleza de la naturaleza, esos verdes de montañas cubiertas de céspedes, con ovejas, kilómetro tras kilómetro y vista de mar y playas bajo un clima frío y con llovizna. Me acosté relativamente temprano, ya que a la mañana siguiente saldríamos a las 7:30 de la mañana rumbo a Milford Sound, el cual les describo en otro reporte. ¡Buenas noches!