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Regresé el sábado de Mildford Sound extasiado de tanta belleza alpina, en una vagoneta, en el primer tramo, que no tenía buen aire acondicionado, lo cual era una ironía en un día excepcionalmente primaveral, en esta región austral del mundo, porque me estaba asando adentro, mientras por las ventanas miraba montañas con crestas nevadas. La vagoneta, la segunda, que sí tenía aire acondicionado me dejó en la terminal del ferrocarril de arquitectura gótica en Dunedin, la cuarta ciudad más grande de Nueva Zelanda, que apenas tiene 121,000 habitantes, pero con una infraestructura como si fuera de un millón de habitantes comparada con las de México. Me esperaba Glynis en su camioneta de doble cabina pick up, algo que no es tan común aquí, para llevarme a la casa de huéspedes de la Universidad de Otago, una regia residencia con servicios de cinco estrellas y cuartos grandes, modernos e impecables, dotados de todas las modernidades actuales, que distaba unas cuatro cuadras del centro de reuniones donde sería el congreso.
Cien años. LIANZA, la Asociación de Bibliotecarios de Nueva Zelanda, celebraba en grande sus 100 años de fundación, con un congreso de tres días, que iniciaba a la mañana siguiente. Acomodé mis cosas, y preparé mi ropa para el día siguiente, domingo. La inauguración fue a mediodía, iniciando con una ceremonia maorí, el grupo indígena del país, donde hubo discursos en su idioma, con la ceremonia simbólica de saludo de la tribu, integrada por un grupo de bibliotecarios de esa raza, que nos dieron la bienvenida. Previamente, a los hombres nos sentaron al frente, yo en primera fila, y atrás las mujeres, lo cual según la tradición es para protegerlas de cualquier posible ataque. Alguien bajó cantando y puso un sobre en el piso, y el grupo mayor, lo tomó, para luego dar por sentado que con la aceptación de ese regalo, que representaba el sobre, los dos grupos (los anfitriones y los que visitábamos), éramos bienvenidos. Inmediatamente, los que estábamos en las butacas frontales nos paramos y en fila india fuimos a saludar al grupo maorí, rozando nuestras narices. Primera vez que besé en esta forma. Fue una sensación interesante mirar casi a un milímetro los ojos de las personas y contener la respiración al mismo tiempo, aunque creo que parte del ritual es compartir el mismo aire. La siguiente etapa de la inauguración fue de tipo occidental, discursos y reconocimientos seguidos de una conferencia magistral.
Los ´talleres´ DHI. Al día siguiente, lunes me tocó dar un par de talleres, según el nombre que les dieron, en realidad micro sesiones prácticas de 45 minutos cada uno, el tema que facilité fue sobre mercadotecnia de programas o actividades desarrollo de habilidades informativas. Tuve bastante público en la primera sesión, alrededor de 60 personas, y en la de la tarde un poco más de 30. Mucha gente, si se toma en cuenta que el congreso reunía unas 500 personas. Esa tarde-noche, ya que por la latitud oscurece tarde, creo que como a las nueve de la noche en primavera, hubo una ceremonia de reconocimientos a líderes bibliotecarios y otras personalidades en el atrio de la biblioteca central de la Universidad de Otago, donde hu bo música viva de un par de cantantes mujeres que tocaban el órgano y la guitarra, más bocadillos y bebidas, entre ellas el indispensable vino neozelandés, que según los conocedores es excelente.
Conferencia magistral. El martes, me tocó dar mi conferencia magistral en un excelente auditorio, igual que el otro donde había sido la inauguración. Llamé al tema “Information Development Terrain: Harvesting Knowledge Seeds”. De nuevo tuve buena asistencia y preguntas del público, donde hubo varias personalidades de la bibliotecología de este país. Al terminar, casi me tuve que ir corriendo, porque a las 17:00 horas partía el autobús para un paseo que era parte del congreso, previo pago, aunque para mí fue de cortesía. Este se llama “The Great Robbery Train”, que se realiza en un tren histórico, muy bien restaurado, manejado por la municipalidad con voluntarios. Caminé al hotel, y en el camino me compré una sopa Ramen, tallarines estilo japonés, una comida barata y fácil de cocinar cuando hay agua caliente disponible en el hotel, me quité el traje y me puse ropa casual, mientras engullía los tallarines, para regresar rápido al lugar del congreso y tomar el bus.
El cañón de flores amarillas. El paseo reunió a cientos de participantes del congreso, me tocó sentarme con una bibliotecaria maorí del norte de NZ, y dos damas que representaban empresas, una del país que visitaba y otra de Australia, todas muy platicadoras; terminamos como buenos cuates después de escuchar las historias de divorcios de las tres, dos se habían casado con ingleses. La conversación se volvió bastante íntima de sus vidas. Interrumpiendo admiraba el impresionante paisaje que kilómetro a kilómetro aumentaba de belleza. El tren salió de la ciudad y empezó suavemente a tomar el sendero de un cañón que atravesaba la cordillera cercana a Dunedin y en cuyo fondo corría un río. Mientras subía las montañas se volvían más impresionantes las vistas. Atravesamos zonas donde parecía que la naturaleza en su actuar de millones de años había rebanado las montañas y los cerros, para abrirle paso al agua del río. La vista panorámica se volvía impresionante porque estaba lleno de flores de un arbusto, que parece plaga, de origen escocés que introdujeron los colonizadores británicos y que en esta época florea profusamente. El arbusto ha dominado la vegetación local, por lo tanto en los acantilados, donde el hombre no lo puede quitar, tiñe de amarillo durante la primavera las laderas de los cerros. Las vistas fueron aumentando en espectacularidad, las cuales se miraban neblineadas, porque llovía finamente, como brisa pesada que caía. El clima estaba frío, de cualquier manera me salía del carro para tomar las fotos sin la obstrucción de las ventanas y sentir el aire que golpeaba mi cara. En el trayecto, que incluía servicio de bebidas, nos dieron algunos antojitos de comida internacional, nada especial, por cierto, pero con el hambre que tenía comí de todo, excepto lo que tenía carne roja.
Picnic en las alturas. Llegamos hasta un pequeño poblado, donde el tren retornó para parar en el medio de la nada, ahí, había una especie de meseta, donde nos aguardaba un buffet, tipo picnic con carne asada, papas, salchichas y unas tortas de vegetales. Bajamos del tren con la fina llovizna y comimos a la intemperie, aunque algunos se metieron a los vagones. Me quedé afuera, ya que era un privilegio comer en la cima de esta montaña y poder admirar el cañón, las vistas de las montañas que lejanamente se levantaban más. Disfruté cada minuto de este atardecer medio invernal, pero en plena primavera austral, de lo que la naturaleza había construido en esa evolución millonaria de años, con algo de ayuda del hombre, para que el tren llegara hasta aquí. Como una hora después nos empezamos a regresar, ya a bordo, nos sirvieron el postre, bastante bueno, una rebanada de pastel con crema y un mousse de chocolate. Arribamos a la estación como a las 10 de la noche y me fui con dos de mis compañeras de mesa a tomar una bebida al Octagon, la plazuela principal de Dunedin, que está rodeada de restaurantes y bares. Tomé un jugo de manzana y ahí conviví con otros colegas del congreso, entre ellos un tuitero, que lo conocía por sus mensajes de días antes. Me regresé a media noche, para revisar correos-e y prepararme para el día siguiente.
Campo de golf – País. El miércoles terminaba el congreso, y era además el día de mi vuelo de regreso, así que debía preparar la maleta y terminar pendientes del congreso. Fui y recorrí la exposición comercial, bastante grande, para el número de congresistas, pero que en sí demostraba la capacidad de compra de este pequeño país de primer mundo, donde la disciplina anglosajona para el trabajo es excelente, además del orden y filosofía de cooperación. Así concluí mi visita profesional a este país y ciudad, la segunda más al sur del planeta, distante a tres mil kilómetros de la Antártica, donde había tenido grandes experiencias de disfrutar de su naturaleza montañosa, así como traerme esa imagen de que todo su territorio es como un gran campo de golf, por lo verde y cortado del zacate que cubre las laderas de sus montañas, con los millones de borregos que pastan tranquilamente, que a la distancia, con su inmovilidad y pelaje crema, parecen pelotas de golf.
Conclusión – Muchas horas de viaje. La visita, aunque agotadora, porque había hecho siete presentaciones, para las cuales con la ayuda de mis colegas BiV, había preparado y presentado una serie de intervenciones, pareció un maratón académico. Ahora me tocaba tomar el largo vuelo en la Aerolínea New Zealand, que voló a 1,000 km por hora, con una temperatura de 45 grados bajo cero en el exterior, la que normalmente hay a los 10,000 de altitud, muy arriba en el cielo, así cruzamos 10,500 km de distancia, que hicimos en 12:30 horas de vuelo, saliendo primero de Dunedin a Auckland, la ciudad más grande de esta nación sureña, para luego tomar el segundo vuelo a los Angeles, donde tuve una larga espera de nueve horas, para tomar a medianoche un vuelo a la Ciudad de México, llegando a la tiernas 5:00 horas de la mañana y esperar a tomar el último tramo a Veracruz, a donde llegué cansado y desvelado, pero repito, valieron la pena las 17 horas de vuelo, y las 16 horas de espera que incluyó el regreso, y que fue similar a la ida.