He visto el romper del alba de dos días invernales en forma seguida, a través de los enormes ventanales de la moderna Terminal internacional del aeropuerto de Montreal, que se expanden de techo a piso, y de pared a pared, para dejar pasar la vista y palpar detalle a detalle lo que ocurre o no ocurre en las pistas. No ha sido mi elección ver la puesta de la mortecina luz matinal de estas mañanas del invierno boreal canadiense, donde el sol frecuentemente hiberna para ceder el espacio a cielos pardecinos, cubiertos de nubosidad, que se deshacen en plumas de nieve, a veces paulatinamente, y a veces en cascadas de blancas partículas congeladas, transformando los espacios en níveos paisajes. Para mi primer amanecer, me levanté a las tres de la mañana, hora de México, cuatro de acá, para tomar un rápido baño, cerrar las maletas, revisar que no dejara nada en el cuarto del hotel y tomar el taxi a temperaturas frías, muy frías, para cuando uno vive en el trópico. Llegué a las cinco de la mañana a la aeropuerto antes de que el personal de Mexicana abriera los mostradores, algo que normalmente no hago, casi siempre llego con el tiempo justo, por no decir que tarde, así que fui uno de los primeros ocho pasajeros en documentar. Crucé los puestos de seguridad, los cuales estaban casi desiertos.
El conductor de uno de esos carritos que transportan a personas minusválidas por el aeropuerto, inclusive me ofreció que me subiera para llevarme a mi sala, quizá porque requería hacer algo a tan temprana hora, ya que normalmente el servicio es para personas limitadas físicamente.