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Regresé el sábado de Mildford Sound extasiado de tanta belleza alpina, en una vagoneta, en el primer tramo, que no tenía buen aire acondicionado, lo cual era una ironía en un día excepcionalmente primaveral, en esta región austral del mundo, porque me estaba asando adentro, mientras por las ventanas miraba montañas con crestas nevadas. La vagoneta, la segunda, que sí tenía aire acondicionado me dejó en la terminal del ferrocarril de arquitectura gótica en Dunedin, la cuarta ciudad más grande de Nueva Zelanda, que apenas tiene 121,000 habitantes, pero con una infraestructura como si fuera de un millón de habitantes comparada con las de México. Me esperaba Glynis en su camioneta de doble cabina pick up, algo que no es tan común aquí, para llevarme a la casa de huéspedes de la Universidad de Otago, una regia residencia con servicios de cinco estrellas y cuartos grandes, modernos e impecables, dotados de todas las modernidades actuales, que distaba unas cuatro cuadras del centro de reuniones donde sería el congreso.