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Este día me levanté relativamente temprano, me eché mi baño matinal, me comí un pan con queso y un durazno, y preparé mi doble lonche para el día. Ya equipado con comida y mi sombrero blanco que compré un día antes, porque el sol estaba bueno para tostar pan de lo caliente, me fui a la Plaza Garibaldi, que está frente a la estación de trenes, ubicada unas tres cuadras de la casa de huéspedes, para tomar un autobús urbano hacia el muelle de Nápoles. Me compre un pase de autobús de 24 horas, que cuesta 3.50 euros. Llegué a dicho lugar, y luego busqué donde vendían los boletos para cruzar el estrecho de mar que separa a Nápoles de la Isla de Capri, la cual es famosa desde antes de la era de Cristo, que fue ocupada por los griegos y más tarde, el emperador romano Augustus se retiró a vivir en este lugar en el año 27 antes de Cristo. En el siglo XX ha sido lugar de veraneo y vivienda de artistas y escritores europeos. El montículo que sale del mar está formado de piedra caliza, blanca, lo que hace que el color del mar se vea color azul cobalto, como si fuera de piedra lapislázuli. Viven unas 14.000 personas, pero muchos turistas la invaden, para recorrer sus estrechas callejuelas laberínticas, todas peatonales, porque no hay carros, así que quien vive en este islote de 6 por 2.7 kilómetros cuadrados debe desplazarse a pie. Sus casas son blancas, muchos son palacetes, hoteles y boutiques. El lugar ha sido inmortalizado por películas del cine italiano. Tiene espacios de bosques, y pequeñas parcelas de los lugareños.